PORQUE PAGARLE MAS AL DELITO QUE A LA CULTURA
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Lcdo. Martín Zambrano Astudillo
¿No sería más eficaz lograr que fueran innecesarios los juicios?, ¿No resultaría más provechoso dirigir nuestros esfuerzos a la eliminación de las inclinaciones perversas de los hombres?
Confucio
El solo imaginar un espacio terrenal perfecto (sociopolítico, cultural, religioso, medioambiental, etc.) en el que no solo natura entera tenga, ya, la oportunidad de
coexistir en profunda armonía con el hombre –su más grande depredador hasta hoy-, sino, donde él mismo viva armoniosamente con sus semejantes, es, de por si, una monumental utopía, simplemente por el
hecho de manifestarse una profunda percepción negativa por parte de la moral social y la ética individual, mas decadente en cada época tendenciosamente modernista, en cuanto a la utilidad y el uso
del dinero.
Y es que, lamentablemente, el dinero, más allá de ese su gran aporte y utilidad como invención monetaria para costear y satisfacer las grandes necesidades fisiológicas e, incluso, para generar ciertos estímulos emocionales en el espíritu humano como complemento de éstas, también origina una notoria y grave decadencia mental sobre su conductismo cuando por esta influencia nefasta el hombre ha distorsionado y reformulado negativamente la importancia de los valores morales y espirituales, tradicionales en la subjetividad de la sociedad planetaria, en relación al valor de este recurso económico.
Lógicamente, nadie puede, con sus sentidos completos, negar la veracidad del enunciado capitalista cuando afirma que el dinero ha sido el motor impulsor de un sorprendente desarrollo tecnológico, científico, domestico y cultural, a través del tiempo, pero si se puede contradecir la magnitud de su importancia en desmedro de aquellos usos, costumbres o tradiciones positivas de la cultura y espiritualidad, que han sido los puntales normativos del respeto a los más básicos derechos humanos.
El problema más grave del desarrollo humano ha sido, es y será, la abismal desigualdad social engendrada en la opulenta praxis de un sistema capitalista indiferente a la solidaridad como precepto emocional puro. Y aunque las mismas características de la desigualdad y de la anarquía social humana se hayan venido repitiendo, a lo largo de la historia planetaria, con una mínima variabilidad conceptual de fondo y no de forma, la legislación mundial poco ha aportado para estrechar la profunda brecha de ese antagonismo social anárquico en el que se hacen más ostensibles las diferencias entre ricos y pobres.
Asombrosamente, la visión política de los gobernantes de los hemisferios denominados “en desarrollo” es insoportablemente estrecha cuando tienen que aplicar los correctivos oportunos y necesarios en contra de la anarquía de ciertos estamentos sociales, anarquía convertida en una individualidad profundamente delictiva. En este caso de nada sirve el intento de concentrar esfuerzos económicamente desmedidos para aplicar una coerción forzosa al delincuente, si la naturaleza de los factores culturales negativos del pensamiento asocial y antisocial es inmensamente tendenciosa.
¿Cuanto equipo y personal coercitivo es necesario para desarraigar no al delincuente como número estadístico, sino, a la complejidad del inmanejable fenómeno social en sus diversas manifestaciones? Como decía con anterioridad, todo esfuerzo y gasto es, en estas tentativas, necio, estéril e inútil, mientras el pensamiento asocial y antisocial justifique a la desigualdad económica como un referente de su terrible descomposición o alienación cultural.
No obstante, y en contradicción a esta percepción mas antojadiza que irrazonable, los verdaderos cambios sociales no se producen necesariamente como resultado de un individual desarrollo económico sostenible sino, y fundamentalmente, por la vigencia de un sistema educativo que no se debilite por ninguna limitación académica ni presupuestaria y, sobre todo, por el apoyo irrestricto a los desarrolladores de la identidad cultural artística e intelectual de la nación (Profesores, pintores, poetas, escritores, etc.) Esta opción estatal resultaría ser incalculablemente menos costosa que la implementación del “más perfecto programa antidelictivo”; es decir, se dejaría de pagarle más al delito que a la cultura.