ARPEGIOS A CONTRALUZ

 

El artista nace –indudablemente- envuelto en el imponderable y excepcional halo de la habilidad creativa e ingeniosa. Crece, mental y físicamente, en la magistratura de ese poderoso impulso creativo o creador que lo eleva y engrandece sobre la flema purulenta de las envidias sociales, económicas o políticas. El innatismo del artista trasciende a la técnica académica y, en algunos casos, solo su propia creación puede superarlo; esa es su más exacta naturaleza.

Por desgracia, aún cuando el artista aporta de manera incansable a la cultura nacional con la riqueza incomparable de su genio creador, el comportamiento de su entorno social es –en muchos casos- profundamente indiferente o deplorablemente servil. Sin embargo, para el artista de vanguardia, cuanto más amargo el pan de la indiferencia sociocultural mucho más tenaz y frontal es la decisión combatiente que lo impulsa a alcanzar su meta. No obstante la encomiable tenacidad de su ardua lucha cotidiana, el artista, es una especie en peligro de extinción.

 

Indudablemente, el artista, no hace diferencia exclusiva de la expresión sublime del arte como concepción intelectual sino cuando su creación evidencia una determinada posición ideológica para denunciar y combatir la xenofobia, la miseria, la opresión, la violencia de facto o la desigualdad y la fenomenalidad social en si; o para aceptarlas y aplaudirlas influenciado y poseso de ideologías aberrantes. El artista jamás puede ser criticado por su defecto físico, por su etnia o por su origen social, más sí cuando su obra se desentiende, completamente, de los valores humanos.

 

El artista no puede convertirse jamás en un individuo servil ni clientelista, ese papel solo le corresponde a los mediocres –no se confunda en ningún sentido mediocridad con la excelsa virtud de la humildad, ella es abismalmente diferente-; es más, ningún Ser humano puede repudiar su verdadero valor y dignidad a cambio de dádiva o precio alguno, pues solo la mente mediocre se esclaviza o somete al imperio del dinero y al capricho enfermizo de los seudo-tiranos; solo la mediocridad aplaude y ovaciona la mediocridad. Solo la mediocridad contradice y se opone al beneficio indiscutible del arte y la cultura para aferrarse a miserables y vacíos simbolismos personales o políticos.

Y es que la actitud del Ser mediocre, por inercia, es abismalmente desafecta e ingrata con la creación u obra artística [musical, pictórica, literaria…], como desafecta e ingrata lo es con el creador que convoca su criterio y participación. Sin embargo, cuando la circunstancia del evento social -del cual el Ser mediocre es un obsesivo adicto- requiere y apremia el protagonismo cultural del que se dice cultor éste acosa con hostigosa persistencia aduladora al artista para que le sea permitido ostentar o usufructuar -a cambio de un pírrico valor monetario- un talento que jamás le será propio. Posiblemente por ello –en la mayoría de los casos- el artista se sienta inclinado a mostrarse hosco y antipático con ese parásito del arte y la cultura que no cesa ni renuncia a su frívolo protagonismo.

 

En la actualidad, muy pocos son -en el seno de la mercantilista, indiferente y consumista sociedad que nos cobija- los que reconocen a la mediocridad y a la envidia como las bestias depredadoras del artista y su creación. Si, para colmo de los males, estos despreciables defectos de los valores humanos no solo son evidentes en el ideario del individuo común sino, también, en la de aquellos individuos que se autoestiman representantes de la cultura o que alucinan, al interior de las instituciones de carácter público o privado, ser invalorables promotores de ella. Incluso, entre la turbulencia política de la actualidad, no es nada extraño observar a uno que otro regente de gobierno seccional identificarse, paladinamente, con un seudo y rimbombante papel de “mecenas de la cultura nacional o local” pero claramente parcializado con el beneficio o la utilidad que ese desprendimiento político le represente.

Lamentablemente, para el arte y la cultura, este oscuro, envanecido y enardecido personaje, que piensa y vive para su culto personal, se encuentra rodeado de cortesanos y lacayos inconmensurablemente fieles que tienen la servilista tarea de abundarlo de paganos adulos y engordar su esquizofrénico y endiosado ego.

 

Para obtener el beneficio de los fondos públicos administrados por la plutócrata mentalidad de este ridículo mecenas no es necesario que el solicitante ostente la calidad de artista, intelectual o algo parecido, bástale una certificada patente de culto político a su persona o contar con el padrinazgo de alguien muy cercano e íntimo a su omnímodo círculo de poder. Pero, ay, de aquél que no sea útil al cálculo político o que no pase el visto bueno de la gracia o simpatía del autonombrado y profano apóstol de la cultura, jamás obtendrá concesión alguna.. Yo mismo he sufrido el hierro de esa ingrata experiencia pues no tengo talento para ser esclavo de nadie, peor aún de cualquier farsante disfrazado de mecenas de la cultura. El servilismo y el clientelismo, en cualquier ámbito, más que graves defectos de la dignidad son las más abominables aberraciones de esta.

 

El arte literario no tiene la libertad ni la agilidad y densidad del arte musical. Al arte musical no le es absolutamente necesario el intelecto superior, le basta la atención de su auditorio, si hasta las bestias –se dice- son dominadas y apaciguadas por la magia de la música. Por el contrario, a la creación literaria no le basta la atención auditiva sino, también, el intelecto superior; la bestias no tienen capacidad intelectual o reflexiva para sentirse subyugadas por la poesía, por ejemplo. Ni siquiera el barullo o la oscuridad pueden opacar el efluvio superior de la música, pero si, limitar ostensiblemente, a la expresión poética.

 

Incluso la densidad de los permanentes sonidos guturales y medioambientales de la naturaleza son música exquisita para el oído sensible del artista musical, no obstante, mientras la música vive ya como ese espectro grandioso del sonido melódico el poeta debe definir y recrear ese preciso efecto poético con la palabra escrita.

 

Esa es la diferencia entre música y literatura, el hecho y el efecto de la una sobre la otra. El universo entero se encuentra saturado de una cadena infinita de variados sonidos con distinto compás de duración que podrían llegar a constituir un impresionante concierto musical natural –aun siendo desordenados- y, al mismo tiempo, generar un sublime efecto poético para ser recreado por el artista literario.

El artista no inventa ni crea el arte, más, solo la sensibilidad de éste es capaz de atesorar ese sonido y su efecto como expresión musical o poética para luego recrearlo y entregarlo a sus semejantes como una exquisita, sublime y ordenada composición.

A pesar de esta profunda relación entre el arte y el artista, para beneplácito del usuario común, muy pocos poetas y escritores del mundo pueden publicar sus propias obras o serles publicadas sin el peso de los lauros o la fama.. Y muy pocos son los países desarrollados del mundo que hayan creado leyes para proteger a los artistas en su actividad profesa; por el contrario, en nuestro medio ser un artista es casi una desgracia existencial.

 

La cultura, el arte y la ciencia no pueden desarrollarse a plenitud sin la existencia de la información positiva del libro; y, este gran aporte del intelecto humano, no puede existir si se encuentra sujeto a las decisiones flemáticas de advenedizos dictadorzuelos de la cultura. A la sociedad le corresponde, también, desempeñar ese protagonismo inaplazable para que el artista se fortalezca y no se vea precisado u obligado -por las circunstancias- a fingir políticas devociones inexorables o sufrir la ingrata experiencia de una negativa anunciada.

 

Sin embargo, más allá del claro oprobio con el que pretenda mancillarse la dignidad del artista, el valor de su obra trasciende en el tiempo aún sin ser publicada. Ya quisiera el inconspicuo ególatra aletargar su arrogante reinado en el derrotero de una perpetuidad electiva; miserable insensible, el poder político es nada más que un oneroso pero salobre bocado temporal. Solo el artista puede perdurar en vida y morir como tal, y aún después de su muerte seguir viviendo en su obra.

 

La naturaleza excepcional del artista no le permite esquivar esa intrínseca y obligatoria relación con el arte universal. Nadie puede ser considerado un artista si su obra [literaria, musical, pictórica…..] no es original y sublime, grande y esplendorosa. La obra inexpresiva y cansina no es arte, como no lo es la ignorancia ni la estupidez perfecta que alucina de sabia; como no lo es tampoco el mitómano o el hipócrita aún si sus defectos éticos alcanzaren la perfección absoluta.

 

No existe arte negro, blanco, azul o rosa, solo expresión, carácter o mensaje negro, blanco, azul o rosa; así, tampoco, existen “medio artistas”, sino, hábiles artesanos. Nunca ha existido arte político ni político genial sino genialidad política, pues la política no es un mero adjetivo de actividad o habilidad sino una directriz estrictamente científica.

Esa es la naturaleza del artista y, esa, es la esencia del arte. El mediocre y el ególatra simplemente van de paso por más que apuren la marcha.

 

Huaquillas-El Oro-ECuador

 

 

 

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